Faltaban dieciséis minutos y comenzaron a llover besos
blancos, celestes y opalinos
que entintaron mis ojos, mis horas
y cada centímetro cúbico de mi aliento desalentado.
Deliré con los labios diluidos
en el agua estrellada en los cristales.
Resucité como fiebre, como sed, como olas,
en el milagro de la sucesión armonizada:
Donde nace un beso, un beso se suicida.
Y desbordados desde las comisuras
se deslizaron entre la ropa cayendo en picada hasta el suelo.
Se escondieron entre las vigas
de la sístole poética que alarga el silencio de todas las palabras.
El corazón
se contrajo y se expandió
en la danza cadente y esperanzada
de que un beso siempre desaparezca con un beso.